lunes, 19 de julio de 2010



Aún era pronto para beber, pero en un día como aquel, martes, no había nada más interesante que hacer por los alrededores. Era una ciudad hermética, difícil para un visitante, para alguien que está de paso y busca desesperadamente un agujero en el cual esconderse. Cómo un escenario de una película del oeste, todo cartón piedra y pintura, sólo podías resbalar por las aceras mojadas y deslizarte entre hordas de transeúntes de color gris, cómo el cielo aquel día. Era extraña esa sensación conocida y al mismo tiempo tan diferente.

Entre las luces que decoraban feamente el callejón, una puerta se abrió para escupir a dos borrachos que abrazados y alegres se tambalearon entre las sombras hasta desvanecer. Entonces, rápido y fugaz, aprovecho esa apertura para colarse en las entrañas más profundas de la nueva ciudad y esperar un día más a la suerte y a las promesas olvidadas, aquellas que cómo los calcetines viejos desaparecen del cajón del armario sin decir adiós.

Dentro del bar y tras un rápido vistazo, eligió el perfecto lugar para esperar. En un rincón, un viejo sofá de eskay color beige y con cortes disimulados con cinta aislante de color blanco, mostraba sus brazos y alargaba sus dedos como púas dispuesto a clavarlos en él para no dejarlo escapar.

El forastero se hundió en él, pidió una botella del vino más barato y empezó a preparar su letargo. ¡Lástima! Su último cigarrillo se había mojado con la lluvia y sus ganas de fumar se le agarraban al pecho como hierro incandescente. Le asfixiaba el humo del local pero aún así se decidió a pedir la caridad de un paquete de tabaco ajeno. Había poca gente en el local, y decidió dirigirse a la persona que yacía en el sofá contiguo. Busco su mejor cara de monaguillo indecente y agachando la mirada le susurró cerca del oído.

Fueron pocos segundos los que transcurrieron entre el primer contacto visual, el cruce de miradas y eso que hace que el mundo gire. Mientras que eso pasaba la lluvia seguía golpeando las ventanas del bistró, los transeúntes seguían con su ir y venir, las voces y bramidos se seguían oyendo aunque deformados como en cámara lenta, el ventilador del techo continuaba con su misión de esparcir el polvo depositado sobre sus aspas, las moscas seguían apoyadas sobre la pila de platos que esperaban ser recogidos en una de las mesas, los coches tocaban el claxon en la calle contigua, las estrellas seguían siendo invisibles debido a la capa de humo tóxico y seguía siendo martes.

La llama hizo encender el fósforo del papel del cigarrillo mientras el humo penetraba insistente y violaba unos pulmones reacios a aceptar más humo en su interior. No hicieron falta palabras, no hubo discurso bonito, no hubo cortejo ni modales, no hubo presentación, ni siquiera hizo falta una sonrisa. Todo ya estaba claro.

Abandonaron el local y cogieron un taxi, sin poder contenerse y a pesar de las miradas del taxista, se dejaron devorar allí mismo. Todo era fugaz e irrepetible, no habrían repeticiones pero aún así creyó sentir cada uno de los surcos y poros de sus manos. Sólo llevaba una cosa que ofrecer que no fuera su juventud y un par de billetes arrugados en su estrecho y raído pantalón. Una botella por acabar de vino barato.

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